Todo amante de los libros debería leer esta Nueva historia universal de la destrucción de libros (Ed. Destino) para comprender la magnitud y el desastre que para el conocimiento ha supuesto esta costumbre humana de la destrucción de libros. Si bien la obra original data del 2004, su puesta a punto hasta nuestros días es una excelente noticia.
Ya en la introducción, Fernando Báez va a la génesis del problema:
“El bibliocausto, un neologismo usado para aludir a la destrucción de libros, es un intento por aniquilar una memoria que constituye una amenaza directa o indirecta a otra memoria a la que se supone superior. Insisto que el libro no se destruye porque se le odie como objeto.”
El autor concluye que lejos de la idea que asocia la destrucción de libros a la ignorancia, cuanto más culto es un pueblo o un hombre más dispuesto está a eliminar libros bajo la presión ritual de mitos apocalípticos. Y más aun, nos da el perfil del biblioclasta: “Personas cultas, sensibles, perfeccionistas, esmeradas, con dotes intelectuales inusuales, tendencia depresiva, incapaces de admitir la crítica, egoístas, mitómanos, pertenecientes a clases medias y altas con traumas leves en su infancia o juventud, con tendencia a pertenecer a instituciones representativas del poder constituido, carismáticos, con hipersensibilidad religiosa y social, y a esto deben añadirse rasgos proclives a la fantasía.”
La obra se divide en tres partes, la primera dedicada al mundo antiguo, la segunda ocupa desde Bizancio hasta el siglo XIX y la última a los dos últimos siglos. En ellas, perfectamente divididas en capítulos que permiten que este libro además de una lectura apasionante sea un imprescindible tomo de consulta, se abarca toda la temática motivadora de la destrucción, desde la religiosa a la moral, las revoluciones o guerras, las literarias o ideológicas, étnicas o legales…, desde las tablillas sumerias hasta el e-book.
El caso de España está tratado en profundidad. Desde la impresionante quema ordenada por Almanzor de la biblioteca de Al Hakam del que solo se salvo un libro hasta las quemas masivas de coranes y otros libros en la Granada tomada por los cristianos a orden de Cisneros y que tuvo como consecuencia la perdida de una parte importante de la cultura árabe en España. Profundiza en la actividad inquisitorial y religiosa en esta materia, y no olvida episodios concretos como las destrucciones masivas que se produjeron por parte de los ejércitos napoleónicos en su paso por España y el estado lamentable que presentaba nuestro patrimonio escrito en el siglo XIX. Tampoco pasa por alto la República y Guerra Civil. Desde la pérdida de bibliotecas y archivos durante los ataques anticlericales en 1931 a la destrucción en la represión de la revolución de 1934 de cientos de bibliotecas de ateneos, sindicatos o casas del pueblo. A los daños irreparables que trajo la propia guerra se suma la legislación franquista donde los mecanismos de censura y purga dejaron las desastrosas consecuencias para nuestra cultura que todos conocemos. Si se asesinaban escritores difícilmente se iban a respetar sus libros.
Fernando Báez como digo no deja periodo alguno sin estudio incluidos casos recientes como la Guerra de Irak, la desmembración de Yugoslavia, el patrimonio cultural perdido en el World Trade Center o la pública quema de coranes como la sufrida el 11 de septiembre de 2010 por un iluminado como el reverendo Terry Jones en Florida.
Y una advertencia final:
“Teóricamente, un e-book es ilimitado, pero hay que pensar que será la primera vez en la historia que existirán más libros virtuales que reales en condiciones de riesgo inusual ante fallas de energía, interferencia electrónica, procesadores experimentales y ciberguerras. La destrucción de los libros, está lejos de terminar.”
Magnífica la bibliografía que aporta el libro y el más que práctico índice de nombres. Lo dicho, este libro es imprescindible en su temática y a buen seguro disfrutará de más actualizaciones y quizá, alguna que otra destrucción o censura, porque a fin de cuentas, parece complicado que los hombres aceptemos todas las memorias sin obstáculos.
Y siguiendo con este humilde homenaje a la erudición no quiero dejar de comentar otra reedición como es Libros y libreros en la Antigüedad (Ed. Fórcola). Siguiendo la línea de “edición delicatessen” de esta editorial, han recuperado este texto que en los años cincuenta Alfonso Reyes dedicara a la arqueología del libro. Y es que en efecto, desde el papiro al pergamino, para acabar en la vitela en la que los monjes del primer medievo recuperarán a los clásicos hay mucho que saber y este libro nos adentra en ello.
“… el librero comenzó por ser a un tiempo manufacturero, editor, y vendedor al menudeo. El desarrollo de la literatura y su tráfico determinan la división de labores, separando al editor, (que en la Antigüedad era también productor material, abuelo del impresor) y al vendedor, que compraba a los editores y revendía a los lectores.”
No habría tal división de funciones en la librería griega que se inicia en el siglo V a.c. Es el tiempo de Sócrates y Aristófanes, una época en la que el autor escribía por conveniencia política o por amor a sus letras, porque no percibía nada en concepto de reproducción y distribución.
De hecho, la génesis del negocio de las publicaciones es esta:
“El que quería copias privadas, acudía a calígrafos especiales. Los copistas emprendedores procuraban juntar un fondo de las obras más solicitadas. Algunos, que disponían de capital suficiente, mantenían un cuerpo permanente de copistas auxiliares.”
Tras la ruina griega, o en forma de botín o de venta la magnífica biblioteca helena acabará en Roma. Y con ello llegará la producción a mayor escala y la aparición del lector que dicta a varios copistas que trabajarán al mismo tiempo para lograr que las buenas firmas pudieran poner cientos de copias de un libro en el mercado. Algunas ediciones de éxito debieron ser lo suficientemente extensas para venderse por todas las provincias del Imperio. Las recitaciones públicas para conocer la aceptación de un texto jugaban un papel fundamental en las decisiones “editoriales”. Los autores no se quejaban, o al menos no queda constancia de ello salvo alguna excepción como la de Horacio o Marcial que se lamentan del cien por cien de beneficio del editor (y el riesgo de la inversión también). Claro está que el Derecho romano todavía no conocía el derecho de propiedad literaria. Y claro, ya tenemos casos de plagio:
“Marcial se queja de que los piratas saqueen su obra y de que su célebre nombre sirva de reclamo para amparar obras indignas. Compara el plagio con el hurto, sí, pero no amenaza con apelar a la ley que, en el caso, es muda.” ¡No hemos cambiado tanto!
Es clave entender que los autores pertenecen a las capas sociales más altas y que la temática de lo que escriben está en sus ocupaciones, motivo por el cual la importancia de los royalties era nula.
“Aunque no hay noticia de ataques por parte del Estado contra la libertad literaria durante la era democrática, el poder despótico de la era imperial incurrió en arbitrariedades contra los autores y editores. Esta práctica comenzó con el propio Augusto, aunque era tan amigo y protector de poetas. Llegó a confiscar y a hacer quemar públicamente dos millares de libros, modesto precursor de los tiranos contemporáneos.” Su sucesor Tiberio parece ser que directamente tuvo a bien el asesinato de ciertos autores y editores.
La existencia de traficantes de libros, venta de antiguo (ya se utilizaba el amarilleo para aparentar vejez) y la exposición “tentadora” de los tomos era habitual como lo es hoy.
El capítulo final de este breve pero sustancioso libro se dedica a los antiguos bibliófilos y sus bibliotecas. Eurípides, Platón, Aristóteles, Demóstenes, el rey macedonio Perseo… son solo algunos de los que se citan como también lo hacen las ciudades que disfrutaron de tan valioso bien: Corinto, Atenas, Rodas… y claro, Alejandría, biblioteca que fundara Tolomeo en torno al 300 a.c. Y la importancia de estas bibliotecas públicas que incluso competían entre ellas, además radica en que tanto en Roma como en Grecia precedieron a las bibliotecas privadas.
“En los tiempos imperiales se desarrolló en los altos círculos romanos, y en los que aspiraban a serlo, una verdadera bibliomanía. Los nuevos ricos llenaban de estantes las paredes, acaso comprando libros por metros, como hoy decimos. Los satíricos los zahieren constantemente con sus burlas.
Pues eso, una delicatessen.