Ya desde su prólogo Contra
el poder (Ed. Comares) es toda una declaración de intenciones y
contextualiza el concepto de conflicto social. Por poner un ejemplo entre
varios:
“… cabe subrayar también la idea de Gramsci sobre el
conflicto social que de ningún modo lo reduce al antagonismo entre la clase
dominante y la dominada sino que plantea cómo en toda sociedad se producen
otros movimientos de protesta y oposición al orden social establecido, con una
pluralidad de expresiones que requiere
desentrañar estrategias de poder, los distintos puntos de focalización de
dominio y los impulsos para cambiar un presente que no gusta, en una dirección
siempre abierta porque la contingencia forma parte del resultado de la pugna.”
Contra el poder
comienza su andadura conflictiva en la revolución agrícola en la que la
domesticación de plantas y animales acabó con la cooperación entre humanos que
había sido la forma en la que se había producido la colonización del planeta
por parte de los humanos. Así, la revolución agrícola formará el excedente
económico y la aparición de formas de poder que desembocará en lo que llamamos
Estado; y surgieron las desigualdades y los consiguientes factores para el
conflicto entre humanos.
“Los periodos de embarazo y lactancia no permitían igual
dedicación de las mujeres a las tareas agrícolas. También el comercio a larga
distancia y la guerra eran de más difícil realización para las mujeres por los mismos motivos,
porque la reproducción pasó a situarse en el objetivo prioritario de la
comunidad, para ensanchar su base demográfica, su fuerza de trabajo y sus
posibilidades de expansión. De este modo, las mujeres fueron separadas del
control de las cosechas, del comercio y de la guerra (aunque hubo casos de
participación en guerras). Perdieron, por tanto, el anterior estatus de
igualdad en la toma de decisiones. Se vieron situadas en una posición de
dependencia del varón que, al decidir
sobre los recursos económicos, también pasó a decidir sobre las personas a las que alimentaba y
defendía.”
En el periodo que va desde el primer milenio a.C. hasta el
siglo XVIII de nuestra era, los conflictos y protestas sociales tendrán al
campesinado como absoluto protagonista por ser fundamentalmente sociedades
agrarias.
El paso de la caza y la simple recogida a la agricultura y
la ganadería se produjo en la Península ibérica entre el VI y el IV milenio
a.C. Y fue en los inicios del último milenio a.C. cuando los pueblos
comerciantes del Mediterráneo oriental se establecieron en la Península,
fenicios, griegos, cartagineses y romanos a finales del siglo III a.C. Aquí
dominaron siete siglos antes de asentarse los visigodos.
Roma lamentó (y se justificó) bajo el permanente estado de
guerra entre las tribus peninsulares y destacó su papel pacificador, y ello
aunque obviamente Roma no necesitaba pacificar para controlar la minería,
agricultura, pesca… peninsulares, los romanos significaban esclavismo y otras
formas económicas y sociales que implicaban la desintegración de equilibrios de
poder establecidos entre los distintos pueblos peninsulares.
Igualmente el fenómeno del bandolerismo fue constante debido
a que la nueva estructura social en la que habían surgido minorías que
acumulaban tierras y controlaban recursos generaban una desigualdad social
causante de la organización de partidas y ejércitos de a veces miles de hombres
como los acaudillados por Viriato, Kaisaros, Púnico o Kaukeno.
Más organizados, los bagaudas (283 d.C), campesinos en
semiesclavitud junto con colonos asfixiados y todo desheredado en busca de
sustento, donde los agricultores eran la infantería y los pastores la
caballería, y que cuando Maximiano en el 286 los controló comprobó que no podía
aniquilarlos sin acabar con la mano de obra de aquellos terratenientes a los
que pretendía defender.
Es en estos siglos donde la Iglesia se hace religión oficial
del Imperio y los obispos ocupan la cúspide de la jerarquía social, parte
esencial de la administración pública y representantes de la fe oficial: puro
orden dominante.
Por ello a partir de entonces, los movimientos sociales se
revestirán además de ingredientes religiosos y toda resistencia a las
autoridades religiosas será además herejía. Ello perdurará durante muchos
siglos.
Imposible no citar al obispo rebelde y decapitado por ello
Prisciliano en la segunda mitad del siglo IV, formó comunidades de igualdad de
sexo, igualitarismo y de radical oposición a las doctrinas oficiales en un
claro dualismo maniqueo. El cristianismo oficial y jerárquico de Nicea (año 325) contra
un cristianismo espiritual.
Aunque no ha faltado la inevitable interpretación
nacionalista gallega en nuestro tiempo el movimiento se extendió por toda la
Península y que se mantuviera nada menos que tres siglos es realmente
sorprendente, como el que paradójicamente sirviera de expansión del
cristianismo entre el paganismo. ¿Y si no fuera descabellada la tesis de que la
tumba de Santiago en realidad fuera la de Prisciliano?
La Alta Edad Media (siglos V al XI) estará marcada por las
luchas por la supremacía entre los imperios bizantino, islámico y carolingio,
en la plenitud de la Edad Media (XI al XIII) se suma el Papado como
protagonista y en la Baja Edad Media (XIV y XV) entrarán en juego los reinos
cristianos cuyas estructuras anunciaban
la formación de los Estados modernos. Ahora bien, en las tres etapas si hubo un
actor determinante con un extraordinario poder económico, político y de casi
monopolio cultural, ese fue la Iglesia católica.
Contextualizado así el marco en el que evoluciona la
Península Ibérica se generan conflictos sociales similares a los que se suceden
en otras sociedades europeas y mediterráneas: el campesinado, la columna
vertebral de todas las sociedades europeas desde el Neolítico hasta el siglo
XIX no habrá cambiado esencialmente como clase social pero habrá asistido a
grandes modificaciones en las estructuras políticas, en las relaciones sociales
y en el modo de ver como es desposeído del excedente agrario.
En la Península el paso en el siglo V de suevos, vándalos,
alanos y sobre todo visigodos no cambiará esencialmente las estructuras
sociales; en el proceso de la feudalización social hispano-visigoda
participaron los obispos y se afianzaron como casta aristocrática política y
económica, lo que se consolidó tras abandonar Recaredo el arrianismo para
abrazar el catolicismo.
La llegada de los musulmanes liderados por árabes en el
siglo VIII impuso la islamización y la arabización en casi toda la Península e
introdujeron un nuevo tipo de conflicto social que podemos llamar identitario:
mozárabes, revueltas muladíes y los movimientos anti hebraicos. Todos ellos
comparten un sentido de colectividad que no se explica solamente desde aspectos
socioeconómicos, entran en ellos los étnicos y religiosos.
Además el señorío formado por aristócratas, laicos o
eclesiásticos que en ejercicio de su dominación militar ejercen la dominación
económica sobre tierras y campesinos
hasta los siglos XI-XIII no transmitirán sus privilegios por la vía de
la sangre, que es cuando pasan a ser un estamento nobiliario. Es en este
periodo cuando los malos usos feudales comenzarán a ser considerados como
abusivos y se recrudecerán los conflictos, especialmente en el siglo XIV en el
que la reducción de la población produjo una mayor voracidad de las clases
dominantes para mantener la fuerza de trabajo y explotarla, y ello, en un
fenómeno común a toda Europa generó conflictividad, muchas veces se apoyó en
ideas igualitarias interpretadas del cristianismo.
“En efecto, los aristócratas que hoy conocemos en los libros
de historia titulados como grandes de
Castilla fueron auténticos bandoleros de la Baja Edad Media. Esas grandes
familias practicaron lo que el historiador Tomás y Valiente ha definido como
bandolerismo aristocrático-feudal para diferenciarlo del bandolerismo social de
cuadrillas que se echaban al monte para sobrevivir o para huir de la opresión
señorial…”
Excelente el trato que reciben los muy diversos conflictos
en este Contra el poder. Conflictos y
movimientos sociales en la historia de España de Juan Sisinio Pérez Garzón
algunos como los Irmandiños o los Payeses de Remensa, pero en general no habrá
ninguno relevante que no encuentre su necesaria explicación.
“La expresión violenta del malestar social enfocado contra
los judíos fue un fenómeno que ocurrió en toda la cristiandad. Comenzó en la
Europa central y lo desencadenó la grave crisis desarrollada tras la peste de
1348 que numerosos predicadores atribuyeron a un castigo divino por permitir la
existencia de un pueblo que había matado al hijo de Dios y que además robaba a
los cristianos con la práctica de la usura.” Aunque fueron muchos, en la
Península Ibérica el estallido antijudío más dramático se produjo en Sevilla en
1391 y se extendió por diferentes ciudades andaluzas y castellanas perdiéndose
así las aljamas, según testigos de la época, de Sevilla, Córdoba, Burgos,
Toledo, Logroño, Barcelona, Valencia… y las que quedaron empobrecidas y
dañadas.
El Papa facultó en 1478 a los Reyes Católicos a implantar el
Tribunal de la Inquisición en Castilla, Torquemada en 1483 ya había montado 23
tribunales, en 1500 ya los tenían en Aragón hasta llegar a Cerdeña y Sicilia y
el 31 de marzo de 1492 se decreta la expulsión contra todos aquellos que no se
hicieran cristianos en el plazo de cuatro meses.
Llegaba el siglo XVI y Navarra anexionada y Granada
conquistada se sumaban a las coronas de Aragón y Castilla; y llegamos a América
donde exportamos el modelo de coerción feudal existente en la Península.
“… desde el siglo XVI se constata la aparición de actores
sociales que promovieron estructuras de movilización desde marcos identitarios
de rechazo a las formas de dominio de ese Estado imperial construido sobre dos
continentes. El propio Estado, personificado en los intereses de la Corona,
desarrolló un proceso de fortalecimiento con un protagonismo inédito hasta
entonces. De este modo, junto a las divisiones de clase social, aparecen los sentimientos
de pertenencia como expresión de valores cuya defensa movilizaba a las gentes
contra las políticas de la corona. Esto ocurrió tanto en la Península como en
tierras americanas.”
Este es el contexto en el que podemos explicar a Comuneros o
Agermanados, la Guerra dels Segadors o también las luchas nunca reconocidas de
los esclavos africanos y desde luego las
movilizaciones indígenas contra la colonización de América.
Estos movimientos sociales de la Edad Moderna entre el siglo
XVI y XVIII no son todavía conflictos pre-políticos, fueron acciones colectivas
que aprovecharon las oportunidades políticas en cada caso incluido alianzas de
clase y aunque fracasaran, resultaron motores de cambio.
“En los movimientos sociales no solo se constata la
desigualdad social o de clase como factor desencadenante de los mismos, también existen otras
desigualdades como la religiosa,
cultural y étnica, que también se solapan con factores sociales. En concreto,
en la Monarquía hispánica del siglo XVI la situación de los musulmanes
hispanos, obligados a convertirse al cristianismo, fue un conflicto permanente
hasta su trágica expulsión en 1609. Además, en este conflicto se vieron
involucradas todas las clases sociales. A eso se unió la dimensión
internacional pues tanto el papa como el Sultán otomano se convirtieron en
actores y factores explicativos de unas
u otras medidas de la Monarquía hispánica.”
La segunda parte de este Contra
el poder. Conflictos y movimientos sociales en la historia de España de
Juan Sisinio Pérez Garzón se centra en las movilizaciones sociales en la era
del capitalismo que van de 1808 a 1978.
“Las revoluciones liberales de los Estados Unidos de América
y Francia lanzaron a la palestra de la historia la triada conceptual de
libertad, igualdad y fraternidad. Estas tres ideas, y sus contrarias, han
marcado las aspiraciones de los movimientos sociales en sus distintas fases y
modulaciones desde entonces hasta el presente. Han actuado como catalizadores
de los conflictos y luchas sociales, políticas y culturales de individuos,
pueblos, clases sociales, mujeres, etnias… en una onda expansiva que se ha
desarrollado por todo el planeta y definen lo que se conoce como modernidad o
proceso de modernización de las respectivas clases sociales.” Y así se abrió la
puerta a nuevos agentes sociales, primero como amplio y ambiguo concepto de
pueblo y luego en protagonistas concretos como las clases sociales, las
naciones, las mujeres… y todos los actores que se han lanzado a la “conquista
de la libertad”. 1789, la revolución francesa, inicia la Edad Contemporánea; y
aquellas revoluciones en los años siguientes se solapaban con la revolución
industrial, porque revolucionario era el proceso de interconexión entre
tecnologías, máquinas y el uso de nuevas fuentes de energía, para que la
conjunción de revoluciones liberales y la revolución industrial convirtieran al
capitalismo en el nuevo modo de organización de la economía; claro, con ello
también venía el pacto y la derrota social, el conflicto y la desigualdad que
en España tendrá dos claras etapas:
La primera transcurre desde 1808 a 1890, cuando las
movilizaciones colectivas construyeron la ciudadanía española como concepto
político cimentado en la libertad civil. Se trata de una etapa coincidente con
el mismo proceso en el resto de Europa, aparecen los derechos de los individuos
y de las patrias, de la consiguiente organización de Estados representativos y
sobre todo, del surgimiento de nuevas desigualdades. Pueblo y nación se
convierten en nuevos argumentos para la cultura política, la burguesía se
convierte en la clase dominante y las movilizaciones de las clases populares
serán determinantes en los cambios que acontecerán.
Entre 1808 y 1890 cambiará radicalmente la sociedad, se
producirá la revolución liberal y emergerán nuevos poderes burgueses; se
destruirán jerarquías sociales y aparecerán nuevas identidades sociales. ¡Y el
Estado! A partir de entonces el Estado se convierte en el referente de toda
movilización y, por tanto los impactos de las acciones colectivas solapan lo
social con lo político, lo cultural con lo ideológico y lo religioso aunque
este habrá perdido su papel de referente predominante en favor del Estado.
La revolución antifeudal entre 1808 y 1839 enmarcada entre
la nueva dialéctica de derechos y deberes anudados en torno a la defensa de la
patria marcada por la nueva lealtad frente a las anteriores de rey y religión;
contra el poder, de Ilustrados a Liberales y contra revolucionarios carlistas
hasta la impugnación social del liberalismo de 1839 a 1890. Y es que hubo
efectos secundarios:
“Tales políticas desposeyeron a los campesinos de sus
derechos consuetudinarios y, en general, les arrebataron los derechos sobre los
bienes comunales, tan decisivos para la subsistencia familiar. Por otra parte,
las nuevas relaciones de propiedad se transformaron en talismán indestructible
para el Estado de los liberales…”
Si las movilizaciones por la propiedad de la tierra fueron
específicas del mundo agrario, entre las clases populares urbanas surgieron otras
formas de acción colectiva; sobre todo en la segunda mitad del siglo XIX
mientras las clases medias urbanas propias de la sociedad liberal capitalista
despegan surgirá un proletariado de fábrica y servicios formado por empleados,
dependientes, artesanos… y el 90% de las mujeres de estas clases populares empleadas
en el servicio doméstico (criadas, costureras, amas de cría…). Son nuevos
métodos de explotación y crecientes las
desigualdades.
El contexto europeo es explosivo, el impacto de la
Internacional llegó por los sucesos de la Comuna de París (1871) y en España
movimientos socialistas o próximos coincidieron con corrientes como el
federalismo republicano y dieron paso a episodios con elementos comunes como el
movimiento cantonal de 1873.
“El republicanismo se puede interpretar, por tanto, como una
movilización desde abajo que no solo defendía a las clases populares de la
exclusión que les aplicaba el nuevo Estado, sino que movilizaba a los ciudadanos
en acciones planteadas desde su rango de iguales, y que desplegaba nuevas
reglas para las prácticas sociales (...)Gracias al empeño de proponer la
educación como una solución para la cuestión social, el republicanismo movilizó
a las clases medias en la defensa de la instrucción pública para el progreso
social”. Juan Sisinio Pérez Garzón no disimula su reivindicación del
republicanismo en su legado ético frente al comportamiento inmoral de las
oligarquías en este periodo. Manido y simplista recurso a la “superioridad
moral” de la izquierda añado yo, el republicanismo no siempre actuó guiado por
la ética y por ausencia de esta también se pueden entender posiciones maniqueas
impuestas a conciencia.
La segunda etapa, de 1890 a 1978 la sitúa Pérez Garzón: “En
1890 se implantó definitivamente el sufragio universal masculino con lo que eso
supuso para el despliegue de un nuevo proceso democratizador de la ciudadanía
política y social, por un lado, y, por otro, despegó el sindicalismo obrero, ya
autorizado tras la ley de asociaciones de 1887. Frente a la ciudadanía liberal,
basada en las libertades políticas pero con un voto censitario, surgió una
nueva ciudadanía que aspiró a transformar democráticamente las relaciones
sociales y de poder, pues no solo se ampliaba el derecho al voto sino que las
clases trabajadoras irrumpieron desde los sindicatos con nuevas alternativas
que hicieron de los derechos sociales la bandera para organizar la sociedad”.
Son de esta etapa las herencias vigentes de formas
cooperativas, sindicales y políticas, como la formalización del poder de los
medios de comunicación y la expansión de la cultura de masas como de la
expresión de lo lúdico o el bienestar social. Obviamente en el periodo procesos
brutales como la Guerra Civil (1936-1939) y la consiguiente dictadura hasta
1976 debe entenderse en clave de excepcionalidad propia de una fatal dictadura.
Tras la primera revolución industrial centrada en lo textil,
a finales del XIX aparece la electricidad, el motor eléctrico, la industria
química y el resto de tecnologías en un proceso expansivo en Occidente: vivimos
tiempos de cientifismo como ideología del progreso en pleno desarrollo del
capitalismo, y es que en el siglo XX la democracia capitalista dota al Estado
de protagonismo absoluto como agente social y la ciudadanía se lanza a la
conquista de derechos políticos y sociales.
“En el caso español los protagonistas de semejante devenir,
en lo referido a las movilizaciones sociales, pueden resumirse en tres agentes:
los obreros sindicalistas, las clases medias con sus afanes regeneracionistas o
sus identidades nacionalistas y, sin duda, las mujeres que, al fin, se
constituyeron como sujetos activos con voz propia”.
Hasta la ruptura de la II República el ritmo de la modernización
social y económica según el autor fue creciente y el trágico bache se superará
de nuevo a partir de la década de 1960 donde la emigración de los trabajadores,
las inversiones extranjeras y las divisas del turismo cambiaron España; se
produjo una desruralización inédita, el gasto público como intervención del
Estado en la economía se disparó y el Estado liberal de 1890 se había
transformado en el Estado social y democrático de derecho de la Constitución de
1978.
“La expansión del catalanismo fue creciente hasta 1923, pero
también con su bifurcación entre el conservador de bases burguesas liderado por
Prat de la Riba y luego que defendía la nación con su lengua y sus
instituciones, federada con el resto de España, y el catalanismo de izquierda
reformista representado primero por Rovira i Virgili y luego por el partido
Esquerra Republicana que también concebían Cataluña como nación con derecho de
autodeterminación, pero con mayor hincapié en las reformas sociales. En todo
caso, desde 1907 el catalanismo fue un auténtico movimiento de masas que
incluso provocó la reacción anticatalanista de la mano del partido republicano
liberal, liderado por Lerroux, que arrastró a los obreros que no encontraban
encaje en el sindicalismo anarquista.” Pérez Garzón no profundiza en la feroz
lucha del sindicalismo obrero, y no solo ideológica, que este mantuvo con el
nacionalismo siempre de carácter profundamente burgués.
En la pesadilla de la dictadura franquista se despertaron
además de la lucha del movimiento obrero otras muchas, que van desde los
movimientos vecinales auspiciados por el desarrollo urbano, nuevos movimientos
sociales en forma de partidos políticos prohibidos, asociaciones de estudiantes
desplegando la revolución cultural, u organizaciones de curas contrarios al
Régimen, muchas veces colaborando e interactuando unos con otros.
La tercera etapa, todavía a delimitar, comienza en 1978 con
la primera aprobación de una constitución por referéndum y la proclamación de
un Estado democrático y de derecho, la entrada de España en la Unión Europea
(1986), y se define por una sociedad postindustrial especialmente desde la
década de los noventa que desborda el fordismo en favor del trabajo
deslocalizado y flexible de la revolución tecnológica, informática y de las
telecomunicaciones que democratizan el saber científico y cultural sin
distinción social.
El cambio a una sociedad postindustrial como parte del
capitalismo global generó incertidumbres y demandas que perfilaron una nueva
lógica en los movimientos sociales en los años ochenta; manifestaciones y
huelgas, pero ahora legales, seguirán siendo métodos habituales de sindicatos
avalados por la Constitución y el feminismo se institucionalizaría.
Objetores de conciencia, ecologistas, pacifistas,
antinucleares…, movimientos algunos ya vertebrados desde los setenta, se
incorporan a las nuevas formas de protesta, y más adelante la condición de
ciudadanos consumidores ha supuesto nuevas exigencias cívicas, en ese punto
actúan defensores del comercio justo, antidesahucios… y en la defensa
medioambiental aparecen junto con la dimensión de protesta social la
argumentación científica, y en materia sexual, los movimientos de minorías
sexuales con notable éxito han logrado transformar las libertades de costumbres
y relaciones personales.
El marco democrático, la movilización trasnacional, el
replanteamiento de las identidades a referencias universales que aporta la
globalización y las nuevas prácticas de comunicación en forma de medios
convencionales en los ochenta y la explosión de nuevas técnicas telemáticas de
los noventa en las que el individuo se ha convertido en productor y difusor de
sus contenidos contextualizan el periodo.
El cambio radical en la estratificación social ha alterado
la composición profesional de las clases medias aunque su tamaño no difiera en
porcentajes de la etapa del desarrollo industrial, pero el aumento de
profesionales y cualificación ha sido un factor determinante en el desarrollo
de los movimientos sociales; ahora bien, la clase de trabajadores no
cualificados se mantiene constante desde mediados de los años noventa.
La desindustrialización y su consiguiente cambio de
estructura de clases ha suavizado las diferencias sociales.
No se pasan por alto en Contra
Poder, conflictos y movimientos sociales en la historia de España diversos
colectivos que van desde asociaciones de víctimas de terrorismo a
organizaciones de lucha contra el racismo entre otras, sin dejar pasar
fenómenos actuales como la materialización política del 15M en Podemos en lo
que muy arriesgadamente, y aquí el oficio de historiador puede ser un lastre
para el análisis de la actualidad por falta de la lógica falta de perspectiva
temporal:
“… la supresión del
antagonismo derecha-izquierda del que viven los partidos clásicos expresa la
realidad sociológica de una sociedad capitalista postindustrial en la que se
percibe sobre todo el desfase de expectativas entre la minoría de arriba y la
mayoría de abajo. Un fenómeno nuevo es que las nuevas clases medias, con la
crisis económica, han empezado a incluirse ellas mismas entre los de abajo.”
Tengo muy serias dudas de que un movimiento como Podemos
logre aparecer en futuros análisis históricos como algo relevante, su simpleza
de partida élite-pueblo, su pretensión de negar la condición de ciudadano en
favor de la colectiva, su rechazo de la democracia representativa en favor de
formas asamblearias, su obvio hiperliderazgo tantas veces grotesco y su
absoluta incapacidad de desarrollo ideológico, unido a su dudosa procedencia
más allá del ruido mediático le hace salir mal parado del análisis gramsciano
con el que he querido iniciar esta reseña.
También el intento de proceso independentista catalán que
cuando escribo estas líneas ha entrado en su fase más teatral y delirante con
la pura y dura superación de la legalidad por parte del nacionalismo catalán y
el parcial y soterrado apoyo de los antes citados Podemos, tienen su espacio en
este libro que cierra corroborando que “aun con fuertes sentimientos de
indignación, existe un amplio consenso sobre la necesidad no solo de conservar
los contenidos y valores logrados con el actual Estado democrático y social de derecho, sino sobre todo la
urgencia de salir de la crisis afianzándonos para reforzar esos derechos y los
mecanismos de justicia de un Estado de bienestar avanzado”. Que así sea.
Juan Sisinio Pérez Garzón ha logrado estructurar la historia
de los movimientos sociales en España magistralmente, obviamente en las 333
páginas del libro el análisis que puede hacerse no puede entrar al detalle pero
el objeto del libro era realizar una historia de España desde abajo y lo ha
cumplido con creces.
La edición de Comares notable, aporta bibliografía no así
índice onomástico, y aunque ello se deba al intento de evitar realizar una
clásica historia de nombres y fechas, se hubiera agradecido igualmente.
En El Polemista reseñas relacionadas directamente con temas
en esta tratados superan el centenar como puede verse en su índice: http://elpolemista.blogspot.com.es/2015/08/indice-de-el-polemista-hasta-septiembre.html
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