Tras una pequeña introducción que abarca desde el año 30 al 313 donde se construyó buena parte del edificio doctrinal, ritual e institucional del cristianismo, el autor divide el cristianismo medieval en cuatro etapas:
La primera transcurre entre el año 313 (Edicto de Milán, Constantino y Licinio acuerdan libertad de culto al cristianismo), hasta el 604 (final del pontificado de Gregorio Magno). En este periodo se conforman las doctrinas teológicas y antropológicas del cristianismo, se asienta su presencia administrativa (circunscripciones), física (templos) y mental (control de devociones y del tiempo), primero en el Imperio, para después proceder a la cristianización de campesinos y bárbaros fundamentalmente en manos de los monjes que afrontaban la progresiva desarticulación de las estructuras administrativas del Imperio tras la entrada de los bárbaros a comienzos del siglo V y la paulatina fusión de las sociedades romana y germana en los que empezaban a ser los reinos romanogermánicos de Occidente.
El periodo termina con el papado de Gregorio Magno fruto de una estrategia política como proyecto religioso y eclesiástico de gran amplitud que llamaba a la puerta de nuevos espacios que al situarse al norte y oeste de Europa anunciaban un equilibrio diferente entre el Mediterráneo y las regiones atlánticas. Y una prueba de ello:
“No es extraño que, cuando dos siglos más tarde la construcción carolingia revalidó ese nuevo equilibrio, la iglesia franca eligiera el nombre del papa Gregorio para cobijar con autoridad indiscutida tanto el canto eclesiástico como una serie de oraciones litúrgicas de las que solo algunas pudieron haber sido compuestas por el pontífice.”
El autor, que a esta primera etapa la ha llamado “un reino que no es de este mundo”, lleva la segunda hasta el Cisma de Oriente y las excomuniones mutuas de Miguel Cerulario y cardenal Humberto de Silva Candida. “El reino es de Europa” y se fijarán los límites y contenidos de una cristiandad latina. Se construirá la Cristiandad carolingia y a través de ella la organización de una sociedad cristiana que a su vez sufrirá la dispersión pero también la renovación monástica con irrupción de órdenes como la cluniacense (aunque en un libro como este, donde no falta matiz, se advierta que solo a partir de 1200 sea admisible en este caso la sustitución del término Eclessia por orden).
Así, los comienzos de la ampliación de la Cristiandad se relacionan con la actividad guerrera desplegada a finales del siglo VIII por Carlomagno contra sajones y ávaros, que dejaron como secuela la difusión del cristianismo por tierras de escandinavos, eslavos y húngaros.
No faltan en el análisis del periodo lo que García de Cortázar divide en cuatro manifestaciones heréticas. La primera, vinculada a las expectativas apocalípticas del nuevo milenio, una segunda de “los herejes de Orleans” y su ejecución oficial (no se producía hecho semejante desde el asesinato de Prisciliano en el 385), la tercera también vinculada al dualismo maniqueo y que el autor se cuida a la hora de vincular con el clamor favorable a la reforma de la Iglesia y que la jerarquía episcopal simplemente aplastó, y la cuarta no tanto vinculada al componente moral y antijerárquico y mucho más vinculado al debate teológico sobre la “presencia real” de Cristo en la eucaristía.
La obra culmina el periodo con la ruptura y los desencuentros entre Roma y Constantinopla:
“…doctrinales (arrianismo, iconoclastia, Filioque), disciplinares (celibato de los sacerdotes y afeitado de los clérigos occidentales), litúrgicos (tipo de pan consagrado, ayuno en ciertas fechas, formas de celebración de la eucaristía) y, sobre todo, culturales (latín frente a griego) y políticos (celos entre las sedes romana y constantinopolitana…”
Y ya estamos en “El reino es de la monarquía papal” que llegará hasta el 1277 (condena contra el averroísmo). La Iglesia se reforma desde el papado y se fortalece institucional y espiritualmente en la figura del sacerdote a través de la implantación territorial y social de la Iglesia-institución:
“La creación de la malla eclesiástica por parte de la Iglesia romana, que se consagró como red de nuevos espacios sociales, formó parte de uno de los tres pies del trípode de socialización que la reforma gregoriana puso en marcha o, al menos, fortaleció decisivamente desde finales del siglo XI. En concreto, el pie (de gobierno y administración) de la monarquía papal. Los otros dos fueron: el pie de la especialización de lo sagrado, esto es, la continua propuesta de lugares y objetos en que lo sacro se concentraba; y el pie de la espiritualización, que hay que entender en un doble sentido, a saber, el puramente personal de la búsqueda de perfección a través del ascetismo y el social que se esforzó en encuadrar las relaciones tanto carnales como sociales dentro de un marco de referencias espirituales cuya interpretación correspondía a unas autoridades eclesiásticas idealmente desligadas de cualquier atadura material.”
Se despliega el apostolado urbano, cuestiones esenciales como la difusión del dinero, la fortaleza social de la ciudad, el debate entre lógica y fe… aparecen de manera abrupta en las reflexiones de la sociedad de Europa y al mismo tiempo aparecen las órdenes mendicantes, dominicos y franciscanos, pero también mercedarios y trinitarios, en el siglo XIII agustinos y carmelitas.
La consolidación territorial de la Cristiandad latina se logró a base de encuadrar a los fieles aunque el fortalecimiento real en los territorios cristianos había obligado a los pontífices a negociar aspectos jurídicos y fiscales, y de su expansión, y pidiendo de antemano disculpas por la extensión de la cita y no ocultando cierta sorpresa historiográfica por cierto aroma a Hobsbawm en un autor como José Ángel García de Cortázar:
“En todos los territorios por los que la Cristiandad se fue expandiendo en los siglos XII y XIII, la Iglesia puso en manos de los promotores de las iniciativas de “colonización” o “reconquista” varios instrumentos. Uno fue puramente cultural: la creación por parte de clérigos de las respectivas historiografías nacionales, como sucedió desde Castilla a Suecia o a Hungría. Otro tuvo un componente devocional que vino a reforzar el propiamente nacional: la elección de unos santos específicos, con frecuencia, reyes o príncipes, de quienes se esperaba una actuación como patronos protectores de sus reinos respectivos. Y un tercer instrumento fue plenamente espiritual: cada una de aquellas iniciativas de arrinconamiento o extinción del infiel o del pagano tuvo una consideración de “cruzada” vocablo más historiográfico que histórico, aunque también se deslizó alguna vez en las crónicas de la época.”
Y también, claro, el periodo asiste a la cristalización definitiva del discurso papal y con ella la aparición de una sociedad represiva. Si a la predicación pacífica se unió la presión militar para la expansión de la Cristiandad latina, en su interior se justificaría la amenaza de la fuerza sobre toda disidencia, y así, de la inquisitio hasta entonces utilizada, hubo de ser institucionalizada en Inquisición en 1233 por el papa Gregorio IX para combatir sobre todo a valdenses y cátaros en el sudeste de Francia. De esta manera los tribunales inquisitoriales se confiaban a dominicos y franciscanos para erradicar las herejías entre otras cosas a través del asesinato o la tortura como legitimaban los hoy santos Bernardo de Claraval o Tomás de Aquino.
Y muy importante, en este siglo XIII asistimos a como la sociedad represora institucionalizada que además de herejes perseguía leprosos y homosexuales se extendía a los no cristianos.
Aun así, la filosofía escolástica de Tomás de Aquino progresaba en el desencanto.
¡Ya estamos en el Reino de la discusión!, la cuarta parte de esta Historia religiosa del Occidente medieval. Son los últimos siglos de la Edad Media. La propia monarquía papal dejó de ser el poder para convertirse en un poder que como los demás buscaba y comparaba alianzas para alcanzar objetivos puramente seculares. Tiempos de cambio:
“… tanto los teólogos nominalistas como los místicos (y místicas) y hasta los humanistas que vinieron tras ellos siguieron siendo profundos creyentes, respetuosa o violentamente críticos con las obras de una Iglesia con la que no estaban de acuerdo y para las que reclamaban una “recristianización” que, a menudo, la jerarquía no comprendió o juzgó desviada cuando no herética.”
Desde finales del siglo XIII a mediados del XV podemos hablar sin miedo de crisis del cristianismo, ¿o no?: el atentado de Anagni contra Bonifacio VIII (1303), la estancia del papado en Aviñón entre 1309 y 1378, el “cisma de Occidente” y su fractura de la obediencia católica entre Roma y Aviñón entre 1378 y 1417, y el “movimiento conciliarista que pondría en cuestión la forma autoritaria de la Iglesia para reivindicarla como Iglesia- institución: “Esa historia finimedieval de la institución pontificia constituyó un capítulo coherente de la evolución del pontificado. Sobre las bases físicas y mentales aseguradas a mediados del siglo XV se alzaría una historia que después se prolongaría hasta la desaparición del Estado pontificio en 1870.”
Pues bien, a lo largo de las cinco partes de este libro José Ángel García de Cortázar logra la tan difícil empresa de plasmar lo que él entiende como ámbitos de una religión, a saber; sus creencias, las liturgias de fraternidad y de agradecimiento a la divinidad, la creación del cuerpo orgánico de una Iglesia y su ética.
Recurriendo a Max Weber el autor hace una arriesgada conclusión, quizá para descargar (o justificar) el carácter casi religioso de su obra, donde afirma que sus tres tipos de dominación legítima (racional-legal, tradicional y carismática), se encuentran en los ámbitos constituyentes del cristianismo. Y aunque este punto me resulta harto discutible, comparto con el autor que “la tensión entre el poder laico y el poder eclesiástico, herencia de la reforma gregoriana que puso fin a formas más o menos deliberadas de cesaropapismo, ha sido uno de los factores decisivos de la existencia de una pluralidad de culturas intersticiales dentro de la cultura occidental medieval.”
En definitiva,al margen de la oportunidad perdida de haber
abarcado el fenómeno religioso medieval en Occidente más allá de Iglesia
oficial, y quizá, por que no, en un especialista de la talla de José Ángel
García de Cortázar, introducir un capítulo donde fenómenos tan dispares como la
iglesia mozárabe hubieran tenido cabida, estamos ante una magnífica síntesis de
la historia de la Iglesia en la Edad Media que está llamada a ocupar un espacio
propio. Y a ello va a contribuir una impecable edición donde no falta ni la
obligada bibliografía ni los siempre de agradecer apéndices con mapas,
cronología…y claro, el imprescindible índice analítico que hace del libro
además de una excelente obra de lectura un valioso libro de consulta.
Volviendo a la Historia
religiosa del Occidente medieval antes tratada pero fuera de ella, Hildegard
von Bingen aparece en él respecto de los sentimientos místicos como “esbozados
por Bernardo de Claraval y Guillermo de Saint-Thierry, alcanzaron su
culminación en Hildegarda de Bingen, monja visionaria fallecida en 1179,
proponía, en palabras de Claudio Leonardi, el descubrimiento del Dios
escondido.” También aparece como una pensadora de un pesimismo atroz desgarrada
por los enfrentamientos entre el Papado y el Imperio (Sacro Imperio
Romano-Germánico) y carcomida por las herejías pero alimentada por una “mística
nupcial”.
Pues bien, el mes pasado Hildegard von Bingen se sumaba al
escueto grupo de mujeres que la Iglesia reconoce como “Doctora de la Iglesia
Universal” junto a Catalina de Siena, Teresa de Ávila y Teresa de Lisieux. (El
número de hombres que poseen tal reconocimiento llega a la treintena, pero no
es la cuestión que quiero traer aquí).Y dada la ocasión no se debe dejar pasar la oportunidad de reseñar Vida y visiones de Hildegard von Bingen en la edición de Victoria Cirlot (ed. Siruela). A pesar de estar editado en 2009 (su última revisión aumentada) continúa siendo un referente absoluto en la edición en español del personaje. Compuesta fundamentalmente por Vida de Hildegard von Bingen de Theoderich von Echternach (1180-1190), incluye parte de la correspondencia que mantuvo con magnitudes de su época como Bernardo de Claraval, el papa Eugenio III o con el monje Guibert de Gembloux entre otros, al que le resume en 1175 lo que es su mística:
“Oh fiel servidor, yo, pobrecita forma de mujer, te digo una vez más estas palabras en verdadera visión: si a Dios le pluguiera elevar tanto mi cuerpo como mi alma en esta visión, no retrocedería el temor de la mente y de mi corazón, pues sé que soy humana, por mucho que fuera encerrada desde mi infancia. Muchos sabios fueron infundidos así de milagros, de modo que abrieron muchos secretos y por vanagloria escribieron atribuyéndoselos a sí mismos, y por ello cayeron. Pero quienes en la ascensión del alma han apurado la sabiduría de Dios y no se tienen en nada, serán las columnas del cielo. Así le sucedió a Pedro que, aventajó en la predicación a todos los discípulos y él se tenía en nada. También el evangelista Juan estaba lleno de blanda humildad, por lo que mucho apuraba en la divinidad.”
Igualmente en esta edición de Siruela encontraremos sus visiones ilustradas en un ejercicio de edición extraordinaria y como colofón su obra poética y musical. Y todo ello acompañado de su cronología, notas, bibliografía.
En fin, toda una inmersión en la historia del corpus
religioso occidental que merece su conocimiento más allá de las creencias
religiosas. Se comparta o no la idea que la Iglesia oficial hace del vínculo
entre el concepto de Europa y el catolicismo y que, en mi opinión está llena de
manipulaciones, es innegable que en lo que hoy consideramos idea de Europa el
cristianismo ocupa un lugar indiscutible y vertebrador.
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