Desde el salón de Paul Heinrich Dietrich, barón de Holbach (al que en todo momento Blom cita por su versión francesa Paul Henri Thiry), vamos a asistir al paso de personajes que liberándose de la Ley de Dios van a plantear que sin verdades absolutas, solo la comprensión es el principio de toda moral. Y atención, porque las consecuencias de ello supondrán un cambio de enorme magnitud, tanto como que sin un Dios que coloque a unas personas sobre otras el derecho a la felicidad es igual para todos. Y esto que hoy podría parecer una obviedad entonces suponía una auténtica revolución, motivo por el cual el mundo religioso puso el grito en el cielo por el hecho de que sin razón divina no había razón de existir.
“Sin un Creador que revelara su voluntad a sus criaturas a través de la Biblia, había que repensar las ideas del bien y del mal. En ese mundo feliz imaginado por Diderot, D’Holbach y sus amigos, de repente ya no había pecado, ni recompensa ni castigo en la otra vida; solo la búsqueda del placer y el miedo al dolor.” Y así, desde una concepción de la naturaleza humana basada en la idea de que son las pasiones ciegas y violentas las que la mueven, solo la Razón puede guiarlas y controlarlas.
El héroe de este libro es Diderot, precisamente porque evita colocar la razón por encima de la pasión como hiciera Kant, Voltaire (Ilustración blanda) y se centra en la intrínseca contradicción e ilógica de la naturaleza humana. Defensor del erotismo, de la libertad sexual y de la igualdad de la mujer le doto al cuerpo de la libertad que le negó Rousseau, por cierto, testigo que recogerían después los románticos y posteriormente Freud. Y es que Blom coloca a D’Holbach y a Diderot en la cumbre de nuestra civilización al plantear que la búsqueda del placer y la huída del dolor desde la empatía que permite entender que nadie es absolutamente autónomo conducen a la solidaridad mutua y al significado moral.
Y Jean Jacques Rousseau, el villano de esta historia por el que el autor no esconde un profundo desprecio y al que atribuye ser el creador de la “religión” asesina y despiadada de la que Robespierre se valió para teñir de sangre la Francia revolucionaria: “La sociedad ideal defendida por Rousseau se basaba en la manipulación ideológica, en la represión política y en la violencia, y en una filosofía de la culpa y la paranoia que resultó muy apropiada para justificar los crímenes totalitarios de todas las tendencias.” Y es que en efecto, el Rousseau que aparece en este Gente peligrosa es un personaje resentido, desconfiado de si mismo y de los demás, traidor y amargado obsesionado por acabar con los ilustrados a los que inicialmente había querido. D’Holbach y Diderot le advierten a Hume antes de su reunión con su compatriota: “No conoce a su hombre. Se lo diré claramente, se ha metido usted una víbora en el pecho”. Eso es amor, debió pensar el genio escocés.
Pues bien, este libro es un reconocimiento de los ilustrados radicales que a juicio de Blom no han encontrado el eco que merecían como tampoco fueron el ideal de la Ilustración blanda de Voltaire y Kant que dejando confinada la razón a la ciencia no entraban en la “sucia región de los instintos oscuros”, ni de los posteriores románticos del XIX, y tampoco con el capitalismo decimonónico que tanto sintonizara con el culto kantiano de la razón: “Al fin y al cabo, el objetivo de la industrialización era racionalizar la sociedad el máximo posible, optimizar los procesos de manufactura, como la división del trabajo y la cadena de montaje, y conseguir la planificación y el control cada vez más eficaces de absolutamente todo, desde el transporte y el ocio hasta el sexo, el castigo y el entretenimiento. La época que construyó las grandes estaciones y fábricas también levantó las cárceles más grandes, y todo según los mismos principios organizativos de la producción y el abastecimiento estrictamente gestionados”. Blom apunta, en un giro tan arriesgado y atrevido como elocuente a la posterior parodia lógica en el asesinato industrializado de seres humanos en los campos de exterminio nazis, aunque matiza: “Aun cuando la lógica de la Ilustración racionalista, deísta y moderada no conduzca necesariamente a Auschwitz, tiene tendencia a deshumanizar, a subyugar los deseos y los impulsos humanos para someterlos a las necesidades incuestionables de un sistema que es, en si mismo, una criatura de la razón humana.” Perdón por la extensión de la cita, pero verán que no es prescindible.
Bien, volviendo a la Ilustración radical, la que no mantuvo el deísmo ni encerró a la razón en la caja de la ciencia. La que antepuso pasión a razón y reivindicó ante todo la creatividad y el erotismo de toda acción humana. En definitiva, “gente peligrosa” que perdieron la batalla frente al Voltaire y Rousseau que yacen triunfalmente en el Panteón parisino mientras ellos son leídos por minorías y no habría forma de encontrar sus restos:
“Las ideas de la Ilustración radical siguen con nosotros, tan vibrantes como siempre. Siguen siendo fuertes, hermosas, un desafío a las suposiciones no cuestionadas, y a menudo dañinas, sobre las que se basan tantas cosas de nuestra vida.”
Y sí, es que por este libro aparecen desde Benjamin Franklin a Hume pasando por Horace Walpol, Cesare Beccaria, Edward Gibbon, George Bufón (Blom localiza aquí los antecedentes de Darwin), Adam Smith y alguno más como Meslier del que vamos a hablar más.
En suma, Gente peligrosa es toda una receta para perder miedos, saber más, y además disfrutar de una época que todos reivindican pero de la que falta todavía tanto por descubrir. ¡Un gran libro!
Y si al lector de la obra comentada le apetece sumergirse en los “peligros ilustrados” está de enhorabuena porque la colección Los Ilustrados de la editorial Laetoli los está editando íntegramente y a veces por primera vez en nuestro país.
Memoria contra la religión de Jean Meslier, un cura de pueblo en la Champaña al que una vez muerto se le encuentra un manuscrito destinado a otro párroco que revolucionaría todo el mundo ilustrado a pesar de estar escrito entre 1723 y 1729:
“Ahí están, igualmente, la fuente y el origen de los presuntos símbolos santos y sagrados del orden y el poder eclesiástico y espiritual, que sacerdotes y obispos se atribuyen a vuestras expensas sólo para despojaros astutamente de unos bienes temporales incomparablemente más reales y sólidos que los que estarían ofreciendo aparentemente bajo el nombre de bienes espirituales y de una gracia que tendría supuestamente carácter divino.” Queda claro que Meslier no era un cura al uso, ni entonces ni ahora.
A lo largo de las más de setecientas páginas de esta edición el feliz lector –independientemente de sus creencias- va a asistir a una negación sin paliativos de toda convención religiosa o social, pero más sorprendente aun cuando sería válida en la actualidad para cualquier visión idealista y revolucionaria del orden social. Todo un ejercicio de ateismo racional al servicio de la destrucción de lo que Meslier denomina como leyendas y trampas a la hora de definir lo que justifica la certeza religiosa. Y no solo el poder eclesiástico es el enemigo a denunciar, lo es el hambre, la ignorancia y la miseria, elementos a derribar en beneficio de una propuesta que se adelanta al socialismo utópico del XIX.
En fin, esta obra después de su lectura permite comprender como el contenido de algunos libros son mucho más inflamables que su continente:
“Y como todas las religiones adoptan la creencia ciega como fuente de sus misterios, y como todas la toman como regla de su doctrina y su moral, como acabo de mostrar, de todo ello se deduce evidentemente que no hay ninguna religión verdadera ni ninguna religión que sea verdaderamente una institución divina y, por consiguiente, tenía razón cuando he dicho que no eran más que invenciones humanas y que todo cuanto quieren hacernos creer acerca de sus dioses, sus leyes, sus mandamientos, sus misterios y sus supuestas revelaciones son solo errores, quimeras, mentiras e imposturas.”
Julio Seoane firma un excelente, discutible, entusiasta, y claramente comprometido con la causa mesleriana epílogo de este Memoria contra la religión: “No pocas veces se ha acusado a Meslier de que en su obra no hay racionalismo. Es posible, pero, ¿eso supone que no hay razón? Es el mismo caso de la Ilustración en pleno.” Lo dicho, tan interesante como cuestionable.
Y siguiendo con los Ilustrados de Laetoli, volvemos a Holbach, uno de los protagonistas principales de esta entrada de El Polemista.
Cartas a Eugenia es una de las tres obras publicadas en esta editorial del autor del Palatinado. En ella, el Barón figura como tutor espiritual de una mujer que después de triunfadora en lo social y en lo familiar decide retirarse a la vida religiosa.
Bajo la premisa de que la religión es solo importante por la felicidad y bienes que proporcione a los hombres siendo estas ventajas la Razón quien las dilucida, Holbach va a remover las convicciones de Eugenia:
“Solo hay que abrir los ojos, desde luego, para darse cuenta de que los sacerdotes son hombres muy peligrosos. El fin que proponen es claramente dominar los espíritus para despojar los cuerpos de quienes han sometido con las armas de las ideas. Este es el motivo por el que vemos por doquier a estos enemigos de la especie humana declarar la guerra abierta a la ciencia y a la razón.”
En fin, es difícil aportar más a estos comentarios que lo que los autores, con una lucidez asombrosa, que repito, siempre desde sus postulados nos regalan. Supongo que la pobre Eugenia habría abandonado –o estaría apunto de hacerlo- su ímpetu religioso cuando recibe su última carta, la número doce:
“Si queremos salir de nosotros mismos para meditar, mantengámonos, al menos, en armonía con la naturaleza. No abandonemos nunca la antorcha de la razón y busquemos sinceramente la verdad. Cuando nos sintamos inseguros, detengámonos o sigamos lo que nos parezca más probable, abandonemos nuestras ideas cuando nos parezcan que están faltas de fundamento. Actuando de buena fe con nosotros mismos, no nos opongamos a los impulsos de nuestro corazón cuando estén guiados por la razón. Si nos dejamos asesorar por ella con las pasiones en calma, nunca nos aconsejará que admitamos delitos o vicios, ocultos o públicos. La razón nos demostrará que no tenemos que sentirnos orgullosos de complacer a un Dios bueno haciendo cosas que nos perjudican a nosotros mismos y a nuestros semejantes.”
Y es que como dice Josep Lluís Teodoro en el epílogo de esta edición, “Holbach, sustituye el mundo de las ideas puras por la ruda y simple filosofía de la materia. A continuación, suplanta el ideal ascético por una ética amablemente hedonista. Finalmente elimina el poder arbitrario de la monarquía y la Iglesia a favor de una teocracia, un gobierno basado en la moral natural. Son cambios revolucionarios que afectan a la moral privada, a las relaciones sociales, a la jerarquía de valores, a la forma de gobierno.”
En fin, acérquense a estos libros, muerden pero lejos de hacer cicatrices dejan ideas.
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