Toda una lección de antropología este panfleto con el que
Jaime Izquierdo Vallina adapta y amplía la serie de artículos que hace escasos
meses publicaba en un medio asturiano como La
Nueva España sobre los paisajes culturales del campo. Y es que en efecto, La conservación cultural de la
naturaleza (Ed. KRK) es un magnífico, aunque muy breve, manifiesto en defensa
del saber campesino como elemento vertebrador y organizador del territorio
rural frente a las teorías conservacionistas concebidas desde la perspectiva
industrial, o el desarrollismo agrario que en la segunda mitad del siglo XX
despobló y vació de contenido al mundo de la aldea que no fue capaz de subirse
al tren del desarrollo.
Fue el 21 de julio de 1959 cuando se aprueba el Plan de
Estabilización que introducirá a España
de lleno en el desarrollismo industrial.
Se trataba de una estrategia modernizadora y urbana puesta en marcha por
los tecnócratas del franquismo que “a diferencia de lo ocurrido en el resto de
países de Europa occidental, en donde la industrialización nos llevaba muchas
décadas de ventaja, la nuestra fue explosiva –se fraguó en pocos años- y
erosiva: borró de un plumazo la memoria campesina del país al desmantelar
cientos de pequeñas culturas locales que las comunidades rurales habían ido
construyendo con la transmisión oral a lo largo de los siglos y que no tenían
más registro de la propiedad que la palabra.” Se produce entonces un cambio
radical en el campesinado que o cambia a la agricultura intensiva o emigra a
las ciudades viendo como es sustituido en el campo por las corporaciones de la tecnocracia
industrial. El proceso había sucedido antes en el resto de Europa superada la
Guerra Mundial, pero en un entorno democrático y desde una perspectiva
intelectual más plural sobre las culturas campesinas. Y curiosamente aquí
también podía haber sido así de no haber aplastado la visión mucho más
respetuosa con el campo que antes del franquismo había defendido la Institución
Libre de Enseñanza de Giner de los Ríos y que la II República sí había
intentado poner en marcha. Cuando España entra en la Unión Europea en 1986 este
proceso se intensificó utilizando criterios industriales desde los paisajes
extremos de la biotecnología bajo plástico del sureste peninsular hasta los
monocultivos del Norte. Y la parte rural que no se pudo incorporar al proceso,
pasó a formar parte de las políticas de “protección del espacio” muy alejada de
la larga tradición histórica en la gestión patrimonial del territorio basada en
la transformación de los excedentes de capital natural o, lo que es lo mismo, el
aprovechamiento del medio propicia su propio mantenimiento y conservación. Jaime Izquierdo utiliza la división que estableció Adolfo García, autor de Antropología de Asturias (Ed. KRK) entre lo “manso”, el conjunto de técnicas que el campesinado desplegó para el control de su entorno, y lo “bravo”, el espacio controlado por la naturaleza silvestre. Pues bien, desde el neolítico han podido coevolucionar estos antiquísimos pagos y España gracias a su geografía es uno de los países europeos que más patrimonio neolítico o campesino original conserva (a Alemania, por ejemplo, no le queda ninguno). Se trata de una organización espacial concéntrica alrededor de la aldea como núcleo protourbano. “A través de una ordenada y reglamentada presión de trabajo que perdía intensidad a medida que se alejaba del caserío, una zonificación de espacios que empezaba por las huertas y seguía por los campos cultivados, los invernales y las praderías, el bosque adehesado de castaños, el monte para hacer cama al ganado y leña, los bosques y, por último, los pastos de verano con sus majadas o campamentos pastoriles de altura.” Pues bien, cada uno de estos espacios relacionados y complementarios entre sí, cumplía una función ecológica y económica, y los campesinos en ellos conservaban la naturaleza de la que dependían siguiendo las pautas del conocimiento local. A través de este sistema lo “manso” dominaba el espacio, pero tras el éxodo rural generalizado a partir de los años sesenta invirtió el proceso para dejar que lo “bravo” (matorrales, lobos, jabalíes…) tomara el mando agravando los riesgos ambientales y la pérdida de la diversidad acabando con esta cultura campesina en favor de la cultura urbana, la sacralización de lo industrial, la política agraria que ignora el ecodesarrollo en favor de la renta, y las políticas de conservación de la naturaleza completamente ajenas al patrimonio de nuestros antepasados campesinos.
Información y conocimiento campesino, biodiversidad y naturaleza son parte de un único sistema y por tanto deben ser gestionados en común. No se debería aplicar de un lado una política de conservación de la naturaleza para proteger y por otro una política de desarrollo agropecuario y forestal para desarrollar, ambas deben fusionarse en una política de gestión local del territorio.
“La reconciliación de la economía con la naturaleza no es una simple opción política, es una urgente necesidad política. Hasta que las dos ciencias de la casa, la que estudia las relaciones sistémicas entre las partes –la ecología- no entre en relación copulativa e, insisto, política, con la que estudia la administración de los procesos productivos y mercantiles que se dan entre las partes –la economía- no habrá solución para la naturaleza, ni para la sociedad, tanto a escala global de la biosfera como en la local de la más humilde aldea de montaña.”
Y un aviso al conservacionismo, que por otra parte es un aporte fundamental de este La conservación cultural de la naturaleza: las políticas de espacios protegidos no tiene la culpa del abandono campesino, pero sí de no haber entendido que el peligro no es la extinción de una determinada especie o elemento del sistema, sino el hundimiento del sistema campesino mismo.
Y me disculpo por el abuso de la cita, pero dado que España está sumida en este momento en un proceso de reforma de las administraciones que ponen en peligro instituciones básicas e imprescindibles en la vida rural, muchas de ellas con tradición de siglos, no puedo dejar de reproducir este texto:
“Si las aldeas consiguieron transitar por la historia de la humanidad durante un periodo temporal que se mide en milenios –el que va desde el inicio de la revolución neolítica hasta la llegada de los economatos de empresa- fue gracias a la combinación de tres estamentos que constituyen la esencia misma de la vida campesina: la casa –o mejor dicho el conjunto de casas relacionadas entre sí al modo de lo que actualmente se consideraría un “sistema local de empresas”- unas instituciones de gobierno propias y un mercado de referencia . Esos tres elementos son uno y trino, esenciales e imprescindibles, indivisibles e interdependientes.”
En fin, estamos ante un
libro que no puede pasar desapercibido para la ciudadanía comprometida con su
entorno y mucho menos para cualquiera que muestre sensibilidad por el medio
rural. El planteamiento general del mismo, aunque arriesgado por cuanto parcial
y apasionado, no puede dejar de incorporarse al debate sobre el futuro de nuestro
campo y de su legado y desde luego, el conservacionismo está obligado a
introducir elementos y conceptos antropológicos en sus análisis, aquellos que
quizá choquen con determinadas visiones de la modernidad, pero que al fin y al
cabo explican qué somos y de donde venimos.
No he querido dividir
esta reseña a través de los seis capítulos del libro porque entiendo que se
puede sacar un cuerpo de ellos común y el valor del mismo lo merece. Ayuda a
ello la excelente edición de KRK que aporta ilustraciones de gran ayuda en
estos casos.
En El Polemista hay varias reseñas de
libros que abordan temas relacionados: http://elpolemista.blogspot.com.es/2012/12/indice-completo-de-el-polemista-hasta.html
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